El tema de las pruebas es algo que está siempre presente en la vida cristiana. La Biblia nos enseña que cuando uno es tentado no diga que es cosa de Dios porque, como sabemos, la tentación viene de nuestros malos deseos, no de parte de Dios.
Los humanos siempre hemos sido expertos en el arte de la evasión. Le echamos la culpa a las circunstancias, a los demás, hasta a nuestro propio temperamento o idiosincrasia, por el pecado del que somos culpable. Cuando Dios enfrentó a Adán con su primer pecado, la respuesta de él fue: “La mujer que me diste me dio a comer del árbol, y por eso lo comí”. Y la misma cosa hizo Eva: “La serpiente me engañó para que comiera”. Es decir, ambos dijeron: “Yo no tengo la culpa”. Adán dijo: “Fue Eva”. Y Eva dijo: “Fue la serpiente”.
El valor de este escrito está en quién atribuye el hombre la verdadera responsabilidad de sus pecados, pruebas, fracasos, desgracias, calamidades, enfermedades, etc. ¿Echarle la culpa a Dios?
Es muy común oír que el tema de las pruebas proceden de Dios. Dios si prueba a los creyentes para ver lo que hacen con su fe. El cristiano casi siempre está dispuesto a pasar a Dios la responsabilidad de las pruebas, aflicciones, enfermedades. Si no puede echarle la culpa a alguien de sus problemas económicos, físicos, familiares o sociales, adopta la peor de las decisiones: culpar a Dios. “Dios nos está disciplinando… nos está hablando… me está probando”, son algunas de las maneras para explicar o escapar a su propia responsabilidad o culpabilidad.
Esto no siempre es así. En la mayoría de las ocasiones cuando pasamos por experiencias dolorosas, no hay que “culpar” a Dios sino a uno mismo. Muchas de las aflicciones por las que pasamos no proceden de Dios, sino del hombre. Es como lo dijo aquel malhechor al otro que estaban en la cruz: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos”.
Ciertamente, muchas de las aflicciones suceden por lo que uno o muchos hombres han o hemos hecho en el pasado y el presente. ¡No siempre son enviados por Dios, como algunos dicen, predican, escriben y oran! Somos nosotros, los humanos en general, los que hemos maltratado a la naturaleza, la familia, la iglesia, al prójimo. Bien claro lo dicen estos versículos: “Porque sembraron viento, y torbellino segarán; no tendrán mies, ni su espiga hará harina; y si la hiciere, extraños la comerán” (Oseas 8: 7). “Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6: 8). “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte. Amados hermanos míos, no erréis”. (Santiago 1: 13-16).
Las pruebas a nuestras propias vidas deben ser consideradas a la luz de las Escrituras y no examinadas por personas ignorantes, llámense creyentes o no. Echar toda la culpa a Dios por las aflicciones que nos pasan, es un gravísimo error. Casi me atrevo a decir: un pecado. La mayoría de las calamidades ocurren por culpa nuestra, no por voluntad de Dios.
Para reflexionar: ¿Cómo reaccionamos ante las diversas pruebas que se nos presentan en nuestras vidas? ¿Nos quejamos amargamente contra los reveses de la vida, o nos refugiamos acudiendo a Dios en oración y meditación de la Palabra? ¿Nos entregamos a la autocompasión? En lugar de esto, debemos fortalecernos en el Señor.
E.D.A.