La razón de todas las caídas es la falta de oración. Con sólo estudiar la vida de Saúl en el Antiguo Testamento, y la de Judas Iscariote en el Nuevo Testamento, se puede notar que esto es verdad. Ellos no oraban. Y debemos preguntarnos: ¿Oró Adán, o Eva, cuando la serpiente se le acercó en el huerto de Edén?
La falta de oración trae desastre. La gran tragedia en la vida de David ocurrió cuando andaba en el terrado de su casa sin orar (2 Samuel 11:1-4). ¿Qué podemos decir de la agonía de nuestro Señor en el huerto de Getsemaní? Lo que nos entristece es que los discípulos le fallaron a Jesús en aquella hora terrible, dejando de orar. Él esperaba fortalecerse en medio de sus aflicciones. Sin embargo, sus amigos sólo sintieron sueño. Y nos preguntamos: ¿Oró Pablo antes de que él y Bernabé contendieran sobre la cuestión de Marcos?
El lugar que la iglesia primitiva dio a la oración, al punto de no permitir que ninguna otra cosa la desplazara del sitial que le correspondía, se destaca en Hechos 6:2,4: ”No es justo que [nosotros los apóstoles] dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas. Nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra”. Sobre todo, la importancia que la Biblia concede a la oración lo podemos ver en este versículo: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:18).
La oración es una imperiosa necesidad. “Los que buscan a Jehová no tendrán falta de ningún bien” (Salmos 34:10). La oración es el acto de presentar a Dios nuestra impotencia y la de otros; nuestros pecados y necesidades; nuestra solicitud de poder y bendiciones en el nombre del Señor Jesucristo. “La oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:16).
Las oraciones de nuestro Señor Jesucristo produjeron el más grande asombro y deseo en los corazones de sus discípulos. Lucas 11:1 dice: “Aconteció que estaba Jesús orando en un lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor: enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”. Dos cosas se destacan en este versículo: 1) Cuando Jesús hablaba con el Padre, era un acontecimiento que conmovía a los discípulos; 2) Juan el Bautista no sólo fue el más grande de los profetas (Lucas 7:28), sino que también era poderoso en la oración y en enseñar a otros a orar.
La oración no está reservada únicamente para los grandes hombres de la Biblia. La oración debe ser una actividad natural de todo cristiano en todo tiempo, de cualquier edad, sexo y condiciones. La edad o la posición no es factor limitante; tanto los creyentes jóvenes y adultos, como los más ancianos y niños, necesitan mantener el ejercicio espiritual de la oración. La meta última de la oración es glorificar a Dios y mejorar la calidad de vida cristiana. Además, el aspecto social, el entorno familiar, la condición moral, las actividades cotidianas, las relaciones fraternales, la disposición para ser útil, etc., se ven altamente beneficiadas con la disciplina de la oración.
Tampoco la enfermedad o la falta general de conocimiento es una barrera para que no podamos orar. Los enfermos y los sencillos encuentran en la práctica de la oración un valioso recurso para mejorar o fortalecer su condición física y anímica. La oración les permite superar los momentos de crisis y les da el valor necesario para sobreponerse a sus propias limitaciones físicas e intelectuales.
La edad ideal para orar es toda la vida. Todos necesitamos orar. Nada más cierto. Si el Señor Jesucristo necesitaba orar, con mayor razón los creyentes no debemos descuidar esta práctica. “La oración no puede tener vacaciones. Es como la respiración del oxígeno o la circulación de la sangre. Es menester orar siempre, y sin desfallecer” (J.H.B. Garrastegui). “Si empleamos bastante tiempo sobre nuestras rodillas, no tendremos dificultad para sostenernos en pie“ (Destellos evangélicos).
Debemos procurar “orar sin cesar” (1ª Tesalonicenses 5:17). Todos debemos esforzarnos en seguir esta regla. Un dicho rabínico dice “El que ora en su casa la rodea con un muro que es más fuerte que el hierro”.
E.D.A.
Dámaso, E. (1999). La Necesidad de Orar. Luminar Bautista, p. 3.