La hora de la fe | #134


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Con cierta frecuencia nos encontramos con personas que nos dicen haber “peleado con Dios” o lo han culpado por una tragedia, un accidente, los problemas económicos, las enfermedades, la pérdida de un ser querido, etc. Por lo regular comienzan a compararse con los malvados a quienes, según ellos, les va mejor. Con facilidad pueden llegar a la conclusión de que para qué ser buenos, si a los malos les va mejor.

Culpar a Dios, es tener un concepto errado de Él. Es creer que Dios es igual a nosotros, que nos puede ignorar o que se hace el desentendido en lo que respecta a nuestras vicisitudes. Culpar a Dios por lo que nos sucede equivale a ignorar las Escrituras, donde leemos que es el Padre bueno, que nunca nos va a dar una piedra en lugar de pan, o una serpiente en lugar de un pescado (Mateo 7: 9-11).

Culpar a Dios es tener un concepto equivocado acerca de Dios. Es pensar que Dios es como Júpiter, el padre de los dioses entre los romanos o como el Zeus griego, o como los dioses de los egipcios de faraón. Indica que Dios no tiene sentimientos amorosos, que nuestra fe es vana, que no tenemos confianza absoluta en el verdadero Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro (véase Salmo 103).

Este es el dilema que plantea el autor del Salmo 73; habla de la prosperidad temporal del malvado y las recompensas perdurables del justo. Estos dos temas profundos fluyen a través de los veintiocho versículos. No obstante, el salmista finaliza de una manera sorprendente, ya que el bienestar del impío pierde de repente su poder y gloria y las recompensas del justo sin pensarlo adquieren un valor eterno (anímese a leer este Salmo).

La felicidad, más bien el gozo y la esperanza son una realidad, pero solo cuando se basan en Dios, no en las cosas temporales. Por lo tanto, debemos acercarnos al Señor tanto como podamos a fin de ser realistas, no idealistas, en cuanto a la vida terrenal. Los creyentes no debemos desear ni envidiar los disfrutes temporales de los demás (Salmo 37: 1-9, ¡que lectura tan extraordinaria!). Los que seguimos al Señor y Salvador Jesucristo debemos vivir de manera diferente a los del mundo y al final tendremos tesoros o bendiciones mayores en la eternidad. Lo que el mundo obtiene puede durar lo mismo que la vida, si tienen esa oportunidad, pero lo que nosotros obtenemos en Cristo perdura para siempre.

“En el Salmo 73 el alma busca y razona en lo que encuentra” dice el comentarista Thomas, de Cosas Nuevas y Viejas: “¿Cuál es la conclusión? ¿Olvidado por Dios en su misericordia? Esto es lo que resulta de mirar adentro de uno. ¿Dónde, pues, hemos de mirar? Mira directamente hacia arriba y di lo que ves. ¿Cuál será la conclusión? Vas a entender el fin del hombre y seguir el camino de Dios”.

En los últimos versículos del Salmo 73 (vv. 27, 28), leemos: “Porque he aquí, los que se alejan de ti perecerán; Tú destruirás a todo aquel que de ti se aparta. Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; He puesto en Jehová el Señor mi esperanza, Para contar todas tus obras”.

“El acercarme a Dios es el bien”. No es meramente volver hacia Dios y decirle: “He venido a Ti”. La idea es: “Quiero acercarme más a Ti”. No es un acto esporádico ni único; es el acercarse, acudir, andar con Él habitual o diariamente, proseguir, y así sucesivamente, en tanto que estamos en la tierra. Es, pues, un hábito que tiene que ser cultivado. ¡Es necesario adherirnos al Señor, a la Palabra y a la oración, a la alabanza, a la acción de gracias! Dios para nosotros no debe ser un concepto abstracto, sino una experiencia del Padre Celestial que nos da la mano para guiarnos, fortalecernos, consolarnos, aunque por momento nos parezca dudoso, surrealista. A Dios no se le puede conocer en teoría, en una predicación, en una clase dominical; muy concretamente es una experiencia real y personal, semejante a la que tuvo el salmista Asaf, a través de su dura experiencia mental. ¡Qué testimonio tan notable el suyo! Que así suceda con nosotros.

E.D.A.

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