La hora de la fe | #143


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He aquí la verdad más importante acerca de nosotros: que hemos sido redimidos por el Señor Jesucristo; así lo leemos en  1 Pedro 1:18-19: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”.

En la antigüedad, un esclavo era redimido cuando alguien compraba su libertad. Dios pagó por nuestro rescate para liberarnos de la tiranía del pecado, no con dinero, sino con la sangre de su propio Hijo. No podemos escapar de nuestros pecados por méritos propios, ni por buenas obras, ni por penitencias religiosas; solamente la sangre del Hijo de Dios puede hacerlo.

Es mucho haber sido creados a imagen de Dios. Es mucho ser dotados de vida en un universo tan maravilloso. Es mucho tener un alma que puede prepararse para emprender grandes cosas. Pero es más que hayamos sido redimidos por el Cordero de Dios. Redimidos como Israel de la esclavitud y la tiranía de Egipto. No es que la gloria del cielo sea comprada por nosotros, sino que somos comprados por Cristo para el cielo.

Por lo cual la demanda de nuestra redención o rescate espiritual por medio de la vida de nuestro Señor, es santidad. Esto significa que debemos ser “santos” en toda nuestra manera de vivir. “Sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”, 1 Pedro 1:15-16. La santidad de Dios no es simplemente lo misterioso ni la plena perfección, sino la manifestación de la pureza, de lo moral, de lo correcto; esto es lo que Dios demanda de los redimidos por su Hijo, la plena realización de una vida encargada según el modelo de Cristo.

La demanda de santidad se oye en toda la Biblia; es la tónica del Antiguo Testamento (Levítico 11: 4; 19: 2; 20: 7, etc.) e igualmente la demanda suprema del Nuevo Testamento (2 Corintios 7: 1; 1 Tesalonicenses 3: 13; 4: 4; Hebreos 12: 10, etc.). Después de la conversión, la santidad es propia del cristiano; no se puede concebir ni comprender correctamente un creyente sin santidad. “De tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de Macedonia y de Acaya que han creído”, 1 Tesalonicenses 1:7. “Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”, 2 Timoteo 1:9.

La santidad no es posible sino cuando el alma posee al Señor y el Señor posee el cuerpo, el alma y el espíritu del creyente. Somos santos, apartados para Dios, sin hacer separaciones de la vida diaria. Santos en el templo y en el hogar, santos en la calle y en el trabajo, santos en el negocio (siendo honestos) y en el vecindario; santos sin acepción de personas y en la imparcialidad; en la juventud, en la adultez y en la vejez. “Santos en toda vuestra manera de vivir”, es el mandamiento de nuestro Dios.

Pidámosle a Dios que nos ayude a ser más santos cada día. Después que Cristo nos redimió de las garras del pecado, en ocasiones puede que sintamos ciertas atracciones por alguna de las obras de la carne (Gálatas 5: 19-21); sin embargo, debemos ser guiados en todo por el Espíritu Santo y por la Palabra de Dios (Gálatas 5: 16, 17).

E.D.A.

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