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“¿Qué hombre es éste, que aún los vientos y el mar le obedecen?”, Mateo 8: 27.
Así exclamaron los apóstoles cuando Jesús reprendió a los vientos y al mar, calmando con una simple palabra de autoridad divina la tormenta que rugía. Naturalmente quedaron anonadados frente a una manifestación de poder semejante. No supieron qué pensar de Jesús. Hasta este momento le habían tratado como si fuera un hombre nada más, pero no el hijo del Hombre.
Pero hubo un momento de gran iluminación espiritual cuando vieron al hijo del Hombre, al Maestro, en su verdadera dimensión divina tal como Él era: “Tú eres el Cristo, El Hijo del Dios viviente”, Mateo 16: 16. Si Jesús le hubiera hecho la pregunta a usted: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Mateo 16: 15, ¿qué hubiera respondido?
¡Cuán agradecidos debemos estar al Señor por cuánto Él es quien calma las tormentas de nuestra vida! El poder de Jesús que calmó aquella tormenta en el mar de Galilea, puede también calmar las tormentas que braman en nuestra vida. Él siempre está dispuesto a ayudarnos si se lo pedimos. Es un peligro excluirlo de algún aspecto de nuestra vida.
Si el Señor Jesús no fue lo que dijo que era, la historia no hubiera dado sus grandes testimonios en su favor. La iglesia no se hubiera extendido hasta los confines de la tierra, millones y millones de cristianos no hubieran encontrado en Él, el cumplimiento de sus más grandes anhelos y una vida preciosa y gozosa.
Si Jesús no fue tal como las Sagradas Escrituras lo proclaman, es decir, Dios manifestado en carne para la salvación del género humano, ¿cómo se explica el hecho de que Su carácter sea algo que ha asombrado a todos desde su nacimiento hasta nuestros días? Aún muchos de sus enemigos, fariseos y ateos, filósofos, ignorantes, judíos y griegos reconocieron que era perfecto. Fue humano sin ser pecador. Sabio sin ser arrogante. Juez sin condenar al pecador. Nunca se arrepintió porque nunca se equivocó. Jamás aparecerá una imperfección en Jesús.
Escuchando las enseñanzas de Jesús, todas las cuales sacó de sí mismo, sin elaborar nada porque emanaron como agua de un manantial, ¿quién se cansaría de oírlo? “Tú tienes palabras de vida eterna”, dijo el apóstol Pedro. Las enseñanzas de Cristo siempre tuvieron por objeto ayudar, aliviar, consolar, perdonar y salvar al ser humano, y por grandes y pesadas que sean nuestras cargas y dolores, sabemos que aún los vientos y las tormentas le obedecen. Si los apóstoles se quedaron pasmados, cuánto más nosotros que mayores cosas hemos visto realizadas en nuestras vidas, matrimonios y hogares.
Así que, sean los tiempos actuales los que fueren, estemos confiados en el Señor. Adelante en la fe, poniendo toda nuestra atención en Él, pues de Él viene nuestra confianza.
E.D.A.
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