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Lo que para cualquiera puede parecer un deseo presuntuoso, como es el de tener LA MENTE DE CRISTO, es en realidad un legítimo propósito de todo buen cristiano. En ese sentido se expresa el apóstol Pablo en su Primera Carta a los Corintios, capítulo 2, los versículos 12 al 16: “Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual, pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quien conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros TENEMOS LA MENTE DE CRISTO” (énfasis añadido).
El cristiano analiza sus pensamientos, actitudes y creencia a la luz de la enseñanza bíblica, tal como lo aconseja el apóstol Pablo en su carta a los Romanos: “No os conforméis a esta siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cual sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. De esta manera, el creyente hará suya la recomendación dada por el mismo apóstol a los Filipenses: “Por lo demás hermanos, todo lo que es VERDADERO, todo lo HONESTO, todo lo JUSTO, todo lo PURO, todo lo AMABLE, todo lo que es de BUEN NOMBRE; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto PENSAD” (énfasis añadido).
Ese tipo de pensamiento sólo es posible en la mente que no ha sido moldeada por este mundo, sino que el creyente, haciendo uso de la capacidad de discernimiento que le confiere la Palabra de Dios, razona y genera pensamientos que son originados como fruto del Espíritu Santo que mora en él, y con el cual fue sellado desde el momento en el que aceptó a Cristo como su Señor y Salvador. De esta manera se convierte en “fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14), reflejando en esta forma la vida abundante que Jesús ofrece. El tener la mente de Cristo faculta al creyente para conducirse sabia y prudentemente en su diario vivir, sobre todo al interactuar con su prójimo, y su hablar será “sazonado con sal” y servirá para la edificación de los oyentes. (Colosenses 4: 5 y 6). Será además un miembro activo de su iglesia, comprometido con la obra del Señor y el hacer conocer las Buenas Nuevas de salvación. Al tener la mente de Cristo, el creyente ha decidido rendirse a su Salvador, reconociéndolo como Señor de su vida, concediéndole por tanto toda autoridad sobre sus pensamientos y alimentando su intelecto con las maravillosas enseñanzas contenidas en las Sagradas Escrituras, las cuales le ayudarán a conocer la Voluntad de Dios para su vida regenerada convirtiéndose así, en factor de bendición para la comunidad de sus hermanos espirituales.
César Rodríguez Salazar
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